El respeto allí donde haya espadas
Habitualmente yo soy una guerrera trans cyberpunk, pero en los escasos ratos en los que mi cerebro hace una parada en el mundo en el que viven la mayoría de los seres humanos, suelo entrenar con espadas en salas de armas, tal y como ya he comentado por aquí, por ejemplo en el artículo titulado, algunas espadas mágicas.
Hoy quizá no traiga una visión tan positiva, y desde luego no va a ser en absoluto breve, porque quiero ser, sobre todo, rigurosa en lo que digo en la medida de mis posibilidades. Hágase un café, estimado lector, o mejor aún, leche de avena a la salud de mis desórdenes alimentarios.
Supongo que lo primero es establecer el alcance de mi precisión o certidumbre. Yo no soy nadie especial, y menos en el mundo de la esgrima medieval en el que llevo algo menos de dos años y medio. No obstante en este periodo he sido razonablemente insistente como persona obsesiva que soy, y no solo he pasado por cuatro salas con mayor o menor implicación, sino que además he ido a cursos o seminarios y eventos y he escuchado a cantidad de personas intentando hacer caso a ese principio evidente que dice que se aprende más escuchando que hablando.
Creo que mi primera observación fundamental es que la esgrima medieval no es una necesidad vital para nadie en el siglo XXI, o por lo menos no lo es en los mismos términos en los que no es vitalmente necesaria la música, la literatura, o las pizzas con o sin piña. Igual mi vida no tendría sentido o gracia sin poder escribir, pero aun así a un nivel vital, sigue varios pasos por detrás de respirar, beber, comer, cagar, o lo que viene a ser el deprimente equivalente en el mundo civilizado: contar con unos ingresos suficientes, normalmente obtenidos mediante el trabajo.
Mi segunda observación es que los docentes de esgrima ejercen esta actividad (la docencia) porque realmente aman este entorno. Es algo que he conocido en otras actividades, desde organizadores de torneos de wargames a escritores aficionados. Creo que la totalidad de docentes tienen otro trabajo con el que sustentan sus vidas, y dedican su tiempo libre a la actividad de impartir lecciones de esgrima.
Estas para mí son los axiomas de trabajo de este artículo. Y puede que suenen un poco triviales, pero yo no lo veo en absoluto de esta forma. Estos esforzados docentes podrían decidir centrarse en la propia perfección de su esgrima, y pasar totalmente de enseñar a los demás, pero no lo hacen. Igual un día tenían muchas ganas de ir a la sala, o igual otro salieron cansados del trabajo y preferían irse a su casa a ver una película sentados en el sofá, pero aún así van a la clase porque se han comprometido.
Y de verdad que para mí es un poco extraño. Yo no soy nadie en el mundo de la esgrima, y como no tengo talento ni aptitudes físicas en particular, no espero pasar de la técnica que pueda obtener mediante la insistencia, la repetición, y las correcciones de estos esforzados y muy pacientes docentes… pero en el mundo de la informática y específicamente en el de la programación si que tengo talento, cualidades y experiencia, y no tengo ninguna intención de ponerme a enseñar. Paso, de verdad, no me genera ningún interés, y no crean que no me lo han pedido. Las dos veces y media que he enseñado este oficio ha sido arrojando al alumno a la piscina y riéndome de él si tragaba agua.
Así que yo, antiguamente niñ@ sobresaliente en todas las asignaturas excepto educación física, donde suspendía año tras año, siento una auténtica gratitud por los profesores, quienes no solo tienen buenos conocimientos de la materia a impartir, sino que además saben trasladar dichos conocimientos de una forma eficiente, gestionar todos los aspectos adicionales del día a día de la actividad, y desde luego, son mejores personas que yo, que nunca haría ninguna de estas cosas.
Pero a la mínima que abra los ojos y estire las orejas, me hago consciente de una forma inmediata de que en las clases también hay entre el alumnado todo tipo de personas, y de todas puedo aprender algo. Bueno, de algunos puedo aprender mucho, específicamente de los impresionantes veteranos que me ayudan, me corrigen, y intentan enseñarme cómo ellos hacen magia con sus manos.
Así que desde la humildad de mis capacidades y las limitaciones de mi percepción, me escuece especialmente cuando observo actitudes irrespetuosas que ponen en peligro el delicado equilibrio de estos entornos, y de verdad que es algo que aparece en múltiples salas.
Tengo ejemplos a patadas: hacer esperar a todo el mundo por acabar un bocadillo, escupir en el interior de la sala, llegar tarde metodológicamente, no hacer ni puto caso y lesionar a un compañero al ejecutar el ejercicio de forma incorrecta, reclamar una y otra vez la atención, obtener favores especiales por la vieja metodología de tomar la mano y tirar hasta el codo aprovechando la buena voluntad de los demás.
Nótese que señalo únicamente faltas de respeto de acto o acción, y dejo totalmente fuera las faltas de respeto de palabra o de pensamiento, que quedan para analistas con más sutileza que yo, y lo hago así porque pienso que las que generan realmente un problema en la convivencia continuada son esas primeras.
A mí las personas me perpetran estas faltas de respeto me generan gran frustración e inseguridad. ¿Soy yo una persona demasiado preguntona?, ¿he frenado a los compañeros por tardar demasiado?, ¿pregunto de más o sin criterio?, ¿cuantas veces he llegado tarde?, ¿he faltado al decoro con comentarios fuera de lugar? No voy a decir en absoluto que mi conducta sea perfecta, así que de verdad que me entra miedo de fallar.
Pero si la cago, seré dueña de mis errores y aceptaré sus consecuencias con deportividad. El asunto más frustrante es que estos docentes que nos entregan su experiencia y sabiduría tienen que verse cuestionados y despreciados por esas faltas de respeto, y eso me pone de muy mala hostia, porque para mí se merecen el mayor de los respetos, de acto, de palabra y de pensamiento.
Y de verdad que voy a llegar un poco más lejos: si esto se produjera en un entorno puramente académico, ya me fastidiaría, pero es que estamos hablando de gente que tiene unos pesados palos de hierro en las manos, hay que hilar fino, y no me refiero por la peligrosidad física en sí (que no debería producirse), sino a las cuestiones que afectan a las relaciones personales.
Creo que está claro que cuando hacemos un ejercicio en clase, el profesor ha determinado las interacciones, y el alumnado, de tener opinión, debería guardársela para sí, o como mucho manifestarla con posterioridad en los canales oportunos. Pero en los asaltos libres (combates, o sparring), cada cual tiene más libertad para ejercer sus acciones. Y de verdad que incluso hay ciertas cuestiones de intimidad entremezcladas con la aceptación o denegación de un asalto. Si una persona que no es respetuosa me dice que quiere tirar conmigo, yo tengo que decidir si me coloco en la incomodidad de decirle que no, o si en su lugar acepto y valido (en el mínimo peso de mis acciones) su actitud perniciosa.
Quizá este sea uno de los mecanismos por los que estas cosas se regulan de una forma lenta y natural, pero no deja de, personalmente, generarme frustración. Y creo que tengo que sentir alivio porque esta situación se circunscribe y limita a una práctica que no es indispensable para nuestras vidas. Si esta situación ya me genera incomodidad en el contexto de una actividad que, como ya he señalado, es prescindible, no me quiero imaginar lo que sentiría si fuésemos parte de un órgano de naturaleza castrense, o que en general usara estas aptitudes como método en una situación de peligro real.
O quizá precisamente esta frustración sea fruto de un imperativo biológico o cultural, grabado a fuego en mi conducta, y que se despierta, quiera o no, cada vez que observo el metal de mi hoja, siento su peso en mis manos o formo una cuchillada, y ese imperativo le dice a todas las fibras de los músculos de mi cuerpo que este acto de entrenamiento debería ejecutarse siempre bajo el amparo de una confianza mínima en el grupo y el debido reconocimiento a los docentes.
Por esto me parece importante que haya respeto allí donde haya espadas.
Hoy quizá no traiga una visión tan positiva, y desde luego no va a ser en absoluto breve, porque quiero ser, sobre todo, rigurosa en lo que digo en la medida de mis posibilidades. Hágase un café, estimado lector, o mejor aún, leche de avena a la salud de mis desórdenes alimentarios.
Supongo que lo primero es establecer el alcance de mi precisión o certidumbre. Yo no soy nadie especial, y menos en el mundo de la esgrima medieval en el que llevo algo menos de dos años y medio. No obstante en este periodo he sido razonablemente insistente como persona obsesiva que soy, y no solo he pasado por cuatro salas con mayor o menor implicación, sino que además he ido a cursos o seminarios y eventos y he escuchado a cantidad de personas intentando hacer caso a ese principio evidente que dice que se aprende más escuchando que hablando.
Creo que mi primera observación fundamental es que la esgrima medieval no es una necesidad vital para nadie en el siglo XXI, o por lo menos no lo es en los mismos términos en los que no es vitalmente necesaria la música, la literatura, o las pizzas con o sin piña. Igual mi vida no tendría sentido o gracia sin poder escribir, pero aun así a un nivel vital, sigue varios pasos por detrás de respirar, beber, comer, cagar, o lo que viene a ser el deprimente equivalente en el mundo civilizado: contar con unos ingresos suficientes, normalmente obtenidos mediante el trabajo.
Mi segunda observación es que los docentes de esgrima ejercen esta actividad (la docencia) porque realmente aman este entorno. Es algo que he conocido en otras actividades, desde organizadores de torneos de wargames a escritores aficionados. Creo que la totalidad de docentes tienen otro trabajo con el que sustentan sus vidas, y dedican su tiempo libre a la actividad de impartir lecciones de esgrima.
Estas para mí son los axiomas de trabajo de este artículo. Y puede que suenen un poco triviales, pero yo no lo veo en absoluto de esta forma. Estos esforzados docentes podrían decidir centrarse en la propia perfección de su esgrima, y pasar totalmente de enseñar a los demás, pero no lo hacen. Igual un día tenían muchas ganas de ir a la sala, o igual otro salieron cansados del trabajo y preferían irse a su casa a ver una película sentados en el sofá, pero aún así van a la clase porque se han comprometido.
Y de verdad que para mí es un poco extraño. Yo no soy nadie en el mundo de la esgrima, y como no tengo talento ni aptitudes físicas en particular, no espero pasar de la técnica que pueda obtener mediante la insistencia, la repetición, y las correcciones de estos esforzados y muy pacientes docentes… pero en el mundo de la informática y específicamente en el de la programación si que tengo talento, cualidades y experiencia, y no tengo ninguna intención de ponerme a enseñar. Paso, de verdad, no me genera ningún interés, y no crean que no me lo han pedido. Las dos veces y media que he enseñado este oficio ha sido arrojando al alumno a la piscina y riéndome de él si tragaba agua.
Así que yo, antiguamente niñ@ sobresaliente en todas las asignaturas excepto educación física, donde suspendía año tras año, siento una auténtica gratitud por los profesores, quienes no solo tienen buenos conocimientos de la materia a impartir, sino que además saben trasladar dichos conocimientos de una forma eficiente, gestionar todos los aspectos adicionales del día a día de la actividad, y desde luego, son mejores personas que yo, que nunca haría ninguna de estas cosas.
Pero a la mínima que abra los ojos y estire las orejas, me hago consciente de una forma inmediata de que en las clases también hay entre el alumnado todo tipo de personas, y de todas puedo aprender algo. Bueno, de algunos puedo aprender mucho, específicamente de los impresionantes veteranos que me ayudan, me corrigen, y intentan enseñarme cómo ellos hacen magia con sus manos.
Así que desde la humildad de mis capacidades y las limitaciones de mi percepción, me escuece especialmente cuando observo actitudes irrespetuosas que ponen en peligro el delicado equilibrio de estos entornos, y de verdad que es algo que aparece en múltiples salas.
Tengo ejemplos a patadas: hacer esperar a todo el mundo por acabar un bocadillo, escupir en el interior de la sala, llegar tarde metodológicamente, no hacer ni puto caso y lesionar a un compañero al ejecutar el ejercicio de forma incorrecta, reclamar una y otra vez la atención, obtener favores especiales por la vieja metodología de tomar la mano y tirar hasta el codo aprovechando la buena voluntad de los demás.
Nótese que señalo únicamente faltas de respeto de acto o acción, y dejo totalmente fuera las faltas de respeto de palabra o de pensamiento, que quedan para analistas con más sutileza que yo, y lo hago así porque pienso que las que generan realmente un problema en la convivencia continuada son esas primeras.
A mí las personas me perpetran estas faltas de respeto me generan gran frustración e inseguridad. ¿Soy yo una persona demasiado preguntona?, ¿he frenado a los compañeros por tardar demasiado?, ¿pregunto de más o sin criterio?, ¿cuantas veces he llegado tarde?, ¿he faltado al decoro con comentarios fuera de lugar? No voy a decir en absoluto que mi conducta sea perfecta, así que de verdad que me entra miedo de fallar.
Pero si la cago, seré dueña de mis errores y aceptaré sus consecuencias con deportividad. El asunto más frustrante es que estos docentes que nos entregan su experiencia y sabiduría tienen que verse cuestionados y despreciados por esas faltas de respeto, y eso me pone de muy mala hostia, porque para mí se merecen el mayor de los respetos, de acto, de palabra y de pensamiento.
Y de verdad que voy a llegar un poco más lejos: si esto se produjera en un entorno puramente académico, ya me fastidiaría, pero es que estamos hablando de gente que tiene unos pesados palos de hierro en las manos, hay que hilar fino, y no me refiero por la peligrosidad física en sí (que no debería producirse), sino a las cuestiones que afectan a las relaciones personales.
Creo que está claro que cuando hacemos un ejercicio en clase, el profesor ha determinado las interacciones, y el alumnado, de tener opinión, debería guardársela para sí, o como mucho manifestarla con posterioridad en los canales oportunos. Pero en los asaltos libres (combates, o sparring), cada cual tiene más libertad para ejercer sus acciones. Y de verdad que incluso hay ciertas cuestiones de intimidad entremezcladas con la aceptación o denegación de un asalto. Si una persona que no es respetuosa me dice que quiere tirar conmigo, yo tengo que decidir si me coloco en la incomodidad de decirle que no, o si en su lugar acepto y valido (en el mínimo peso de mis acciones) su actitud perniciosa.
Quizá este sea uno de los mecanismos por los que estas cosas se regulan de una forma lenta y natural, pero no deja de, personalmente, generarme frustración. Y creo que tengo que sentir alivio porque esta situación se circunscribe y limita a una práctica que no es indispensable para nuestras vidas. Si esta situación ya me genera incomodidad en el contexto de una actividad que, como ya he señalado, es prescindible, no me quiero imaginar lo que sentiría si fuésemos parte de un órgano de naturaleza castrense, o que en general usara estas aptitudes como método en una situación de peligro real.
O quizá precisamente esta frustración sea fruto de un imperativo biológico o cultural, grabado a fuego en mi conducta, y que se despierta, quiera o no, cada vez que observo el metal de mi hoja, siento su peso en mis manos o formo una cuchillada, y ese imperativo le dice a todas las fibras de los músculos de mi cuerpo que este acto de entrenamiento debería ejecutarse siempre bajo el amparo de una confianza mínima en el grupo y el debido reconocimiento a los docentes.
Por esto me parece importante que haya respeto allí donde haya espadas.