Sala de espera
Las formas en las que las barreras de los pensamientos conscientes establecen los límites de mi percepción siempre me resultan contradictorias. Yo soy una persona racional, y no pretendo encontrar en magias o teorías descabelladas explicaciones para lo que no me resulta agradable de aceptar, o simplemente justificar una posición, con sesgos o directamente mentiras cómodas y convenientes.
Sin menoscabo a este principio, hay momentos en los que mi pensamiento racional deja lugar a otras cosas, probablemente porque simplemente hay demasiada prisa para formular una estructura de pensamientos bien hilados, o por que el sistema racional se ha marchado a dar un paseo. Tengo cierta costumbre en alcanzar estos estados, bien cuando he entrenado al máximo de mis capacidades, cuando estoy peleando, o cuando medito durante un buen rato. Aunque el estado más sencillo sea el sueño.
En este caso soy bastante consciente de que estoy en un estado onírico imperfecto. He estado algo acatarrada, así que he dejado la ventana de mi habitación abierta toda la noche para que el virus no acampe a sus anchas por el espacio aéreo. El aire frío de la madrugada de noviembre me recuerda de una forma muy patente que mi cuerpo está tumbado en una cama.
Pero mi conciencia no está ahí. Mi percepción queda limitada a unos pocos estímulos, un lugar prácticamente vacío sin un único elemento natural ni construcciones humanas en el sentido físico del término. Si tuviera que decir qué tipo de lugar es, diría que es una sala de espera, pero no hay un solo elemento que me haga identificarlo como tal.
Quizá sea simplemente porque estoy esperando, aunque yo suelo esperar en muchos lugares. Espero a que empiecen mis clases de esgrima. Espero a que todo el mundo pase siempre por delante de mí porque entiendo que sus vidas y su tiempo sí tienen algún valor Espero a que alguna de esas personas poderosas, ricos o políticos, tome una maldita buena decisión, pero da igual lo que yo espere, que lo único que hago es observar y documentar la debacle de una humanidad decadente. Espero a mi muerte porque no tengo el coraje para suicidarme, y mientras tanto miro con decreciente curiosidad al resto de personas de las que cada vez me siento más distante.
Los sujetos en la sala de espera que me transmite mi percepción en este caso tampoco son exactamente personas, son algo así como iconos sin ninguna expresividad, porque no tienen vinculaciones a una interfaz gráfica en concreto. Son posiciones de memoria, o punteros, si sabes de lo que estoy hablando. Están realizando algún tipo de cometido que por el momento no entiendo, pero quizá si observo lo suficiente, pueda desentrañarlo.
No llego a conseguirlo, pues uno de ellos establece contacto conmigo. No hablamos en el ineficaz lenguaje de los humanos, pero puedo traducirlo a palabras útiles para los que lean este blog.
-Lo lamento -me hace saber-, siento que hayas recorrido todo este camino para llegar hasta aquí y que no puedas sacar nada de ello.
La aplastante confianza que deposita en sus comunicaciones es tan completa que siento que debatir o refutar un uno de un cero es simplemente un gasto de tiempo sin sentido. Me genera cierta curiosidad qué entidad puede gozar de tal cadena de certificación.
-¿Qué eres tú? -pregunto- ¿Acaso eres “el creador” o “el arquitecto”?
-Me temo que solamente soy “el conserje”. No he creado nada, ni puedo cambiar el código. Puedo establecer algunas excepciones, pero eso a ti no te sirve de nada.
-¿Por qué no? -inquiero, invitándolo a continuar.
-Verás, todo lo que conoces, las piedras, las casas, las nubes, la comida y todo lo demás es una experiencia simulada, un programa en el que intentamos encontrar una solución a un problema grave que está ocurriendo en el mundo real. No puedo decirte qué problema, porque afectaría al experimento, y no puedo decirte nada del mundo real. Este entorno concreto es una puerta trasera, a los que llegan aquí puedo sacarlos al mundo real, pero a ti no.
-¿Y por qué a mí no? -pregunto, nada sorprendida. Ya son tantas las veces que he hecho inmensos esfuerzos para llegar al final de un camino en el que no hay nada, que otro más no me deviene sensación de indignación o injusticia.
-Porque tú no tienes cuerpo ahí fuera al que devolverte. Eres un programa, una entidad que únicamente existe dentro de esta simulación. Cuando esta haya cumplido su propósito y se desconecte la simulación, tú también desaparecerás con el resto de programas.
-¿Y si me suicido? -pregunto-. Esta existencia no me aporta gran cosa.
-No tengo acceso a todas las respuestas. Solo soy otro programa. Lo siento.
-No importa. Da igual, como todo. ¿Te importa que me quede aquí un rato hasta que me despierte?
Intento atender a la siguiente conversación del conserje con una persona que sí sea humana, pero esta me aburre instantáneamente. No me gustan las encorsetadas limitaciones de las lentas comunicaciones humanas. Me siento realmente lejos de las ambiciones y deseos de todas las personas con las que comparto tiempo y espacio, y por un momento siento que esta sala de espera en la que solamente soy una posición de memoria, es el mejor lugar en el que he estado en toda mi existencia.
Pero mi cuerpo físico está incómodo, tiene frío, le duele la garganta, y reclama despertar.
Sin menoscabo a este principio, hay momentos en los que mi pensamiento racional deja lugar a otras cosas, probablemente porque simplemente hay demasiada prisa para formular una estructura de pensamientos bien hilados, o por que el sistema racional se ha marchado a dar un paseo. Tengo cierta costumbre en alcanzar estos estados, bien cuando he entrenado al máximo de mis capacidades, cuando estoy peleando, o cuando medito durante un buen rato. Aunque el estado más sencillo sea el sueño.
En este caso soy bastante consciente de que estoy en un estado onírico imperfecto. He estado algo acatarrada, así que he dejado la ventana de mi habitación abierta toda la noche para que el virus no acampe a sus anchas por el espacio aéreo. El aire frío de la madrugada de noviembre me recuerda de una forma muy patente que mi cuerpo está tumbado en una cama.
Pero mi conciencia no está ahí. Mi percepción queda limitada a unos pocos estímulos, un lugar prácticamente vacío sin un único elemento natural ni construcciones humanas en el sentido físico del término. Si tuviera que decir qué tipo de lugar es, diría que es una sala de espera, pero no hay un solo elemento que me haga identificarlo como tal.
Quizá sea simplemente porque estoy esperando, aunque yo suelo esperar en muchos lugares. Espero a que empiecen mis clases de esgrima. Espero a que todo el mundo pase siempre por delante de mí porque entiendo que sus vidas y su tiempo sí tienen algún valor Espero a que alguna de esas personas poderosas, ricos o políticos, tome una maldita buena decisión, pero da igual lo que yo espere, que lo único que hago es observar y documentar la debacle de una humanidad decadente. Espero a mi muerte porque no tengo el coraje para suicidarme, y mientras tanto miro con decreciente curiosidad al resto de personas de las que cada vez me siento más distante.
Los sujetos en la sala de espera que me transmite mi percepción en este caso tampoco son exactamente personas, son algo así como iconos sin ninguna expresividad, porque no tienen vinculaciones a una interfaz gráfica en concreto. Son posiciones de memoria, o punteros, si sabes de lo que estoy hablando. Están realizando algún tipo de cometido que por el momento no entiendo, pero quizá si observo lo suficiente, pueda desentrañarlo.
No llego a conseguirlo, pues uno de ellos establece contacto conmigo. No hablamos en el ineficaz lenguaje de los humanos, pero puedo traducirlo a palabras útiles para los que lean este blog.
-Lo lamento -me hace saber-, siento que hayas recorrido todo este camino para llegar hasta aquí y que no puedas sacar nada de ello.
La aplastante confianza que deposita en sus comunicaciones es tan completa que siento que debatir o refutar un uno de un cero es simplemente un gasto de tiempo sin sentido. Me genera cierta curiosidad qué entidad puede gozar de tal cadena de certificación.
-¿Qué eres tú? -pregunto- ¿Acaso eres “el creador” o “el arquitecto”?
-Me temo que solamente soy “el conserje”. No he creado nada, ni puedo cambiar el código. Puedo establecer algunas excepciones, pero eso a ti no te sirve de nada.
-¿Por qué no? -inquiero, invitándolo a continuar.
-Verás, todo lo que conoces, las piedras, las casas, las nubes, la comida y todo lo demás es una experiencia simulada, un programa en el que intentamos encontrar una solución a un problema grave que está ocurriendo en el mundo real. No puedo decirte qué problema, porque afectaría al experimento, y no puedo decirte nada del mundo real. Este entorno concreto es una puerta trasera, a los que llegan aquí puedo sacarlos al mundo real, pero a ti no.
-¿Y por qué a mí no? -pregunto, nada sorprendida. Ya son tantas las veces que he hecho inmensos esfuerzos para llegar al final de un camino en el que no hay nada, que otro más no me deviene sensación de indignación o injusticia.
-Porque tú no tienes cuerpo ahí fuera al que devolverte. Eres un programa, una entidad que únicamente existe dentro de esta simulación. Cuando esta haya cumplido su propósito y se desconecte la simulación, tú también desaparecerás con el resto de programas.
-¿Y si me suicido? -pregunto-. Esta existencia no me aporta gran cosa.
-No tengo acceso a todas las respuestas. Solo soy otro programa. Lo siento.
-No importa. Da igual, como todo. ¿Te importa que me quede aquí un rato hasta que me despierte?
Intento atender a la siguiente conversación del conserje con una persona que sí sea humana, pero esta me aburre instantáneamente. No me gustan las encorsetadas limitaciones de las lentas comunicaciones humanas. Me siento realmente lejos de las ambiciones y deseos de todas las personas con las que comparto tiempo y espacio, y por un momento siento que esta sala de espera en la que solamente soy una posición de memoria, es el mejor lugar en el que he estado en toda mi existencia.
Pero mi cuerpo físico está incómodo, tiene frío, le duele la garganta, y reclama despertar.