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Devolvedme mis espaditas

¿Qué tienen en común un guerrero de dragones y mazmorras, un marine espacial, un samurai de L5r, un jedi, una tortuga ninja y una guerrera trans cyberpunk? Bueno, que pertenecen a fantasías más o menos elaboradas, sí, pero todos ellos llevan o pueden llevar espaditas.

Supongo que la forma en la que yo pueda abarcar lo que yo piense o sienta en relación con las espadas es una forma particular mía, y que otras personas puedan coincidir conmigo en diversas actividades habiendo partido de experiencias personales completamente distintas como pueda ser, por poner ejemplos sin ton ni son, el estudio de la historia, de la forja, de las artes marciales, la exaltación de lo valores patrióticos, la decapitación de prisioneros vivos, o cualquier otra cosa.

Para mí la evidencia más patente de estas diferencias personales se produce de vez en cuando en alguno de los múltiples entornos en los que me muevo. Con muy poca introducción, el sujeto en cuestión suele manifestar alguna variante de la siguiente pregunta:

“¿Sabéis donde puedo adquirir una espada templaria?”

Bueno, no tiene por qué ser necesariamente templaria, claro, puede ser de los caballeros de no-se-quién o de cualquier otro colectivo que represente las necesidades de expresión particulares. Para desgracia de este, las espadas de esa época solían ser muy prácticas y desde luego contaban con poca o ninguna ornamentación. En general las uniformidades estrictas son propias de los ejércitos más modernos, de las producciones cinematográficas o de las fantasías de señores que anhelan expulsar moros mientras hablan con figuras religiosas que no están ahí.

Siempre me quedo con la duda de qué espada acabará decorando la pared del sujeto en cuestión. Imagino que acabará comprando algo en una tienda de turisteo con mucha decoración que quede bien con el resto de ornamenos de tipología religiosa, nacionalista o supremacista de su colectivo.

A priori, una espada no es un símbolo de una ideología, de una nación, o de una forma de pensar en concreto. Es un objeto que ha tenido una compleja evolución a lo largo de la historia y que ha dado lugar a diferentes formas de matarse en casi todas las partes del planeta. No deja de ser cierto que estas armas solían tener un coste relativamente elevado en comparación con una lanza, por lo que sí han podido ser representativas de clases aristócratas, nobles, o pudientes, pero esto se ha dado en muchos lugares donde hubiera espadas.

También habrá quien me diga que la espada representa el carácter guerrero o la práctica de las artes marciales. Sin que esto sea la realidad completa en todos los casos, el propósito inicial de una espada es matarse, así que hay algo de cierto, pero incluso aunque una ideología actual tuviera en su carácter la esgrima histórica como un elemento identificador (que mira que lo dudo), las espadas han estado asociadas culturalmente a muchos otros conceptos reales o de ficción, como pueda ser la picaresca, la piratería, los ninjas, la nobleza espacial, o incluso el lesbianismo.

Normalmente, entre las gentes que echamos muchas horas practicando con estas cosas, no hay demasiado problema de este tipo porque bastante tenemos con concentrarnos en hacerlo bien siguiendo la guía del instructor de cada momento, como para ponernos a pensar en los aspectos de los iconos culturales concretos de no se cuándo. Además, tenemos normas relativamente estrictas con respecto a la simbología a usar en nuestras prácticas (ninguna, básicamente), así que los fenómenos de elementos paradigmáticos aparecen, como mucho, en reuniones externas o espacios de internet.

Pero era un ejemplo. En otros ámbitos ocurre de forma constante.

Tomemos por ejemplo la película de 1999 “The Matrix”, archifamosa (pero en mi opinión, malilla) película cyberpunk rodada por dos directoras trans cuya libertad creativa al respecto de incluir personajes trans se vio limitada por las rígidas convenciones comerciales de ese entonces. Años después, surge un movimiento, los redpill, que hacen una interpretación literal y prácticamente conspiranoica que secuestra un mensaje que no tiene nada que ver y lo reconvierte a base de falacias y repetición hasta finalmente justificar cualquier mensaje.

Y esto ocurre con una película publicada en 1999 cuyas autoras trans siguen vivas y se les puede preguntar el significado de cada cosa. El nivel al que puede ocurrir este secuestro de información con hechos mucho más pretéritos en la historia puede alcanzar cuotas mucho mayores, en ambas direcciones: por una parte, algunas personas criticarán un hecho literal desde los valores y la comodidad de recursos de un occidental del siglo XXI, y por otra, otras personas ensalzarán valores o ideas que ni siquiera están ahí o hechos que ni siquiera ocurrieron porque no les hace falta en absoluto respaldo de la realidad, simplemente repetir una falsedad y tener bastantes partidarios.

Es muy muy fácil entrar en el juego de hacer una reinterpretación de cuanta información llegue a nuestros sentidos para darle una vuelta torticera y, pirueta lógica arriba, voltereta de falacia abajo, justifique exactamente nuestras conclusiones originales para que sigamos convencidos de hacer exactamente lo mismo que antes y poner un comentario de listillo en instagram.

Volviendo a los iconos culturales modernos, por desgracia puedo señalar a muchos cuya tipología de fans puede acabar por enturbiar mucho la experiencia de ocio.

Para mí un ejemplo tristemente paradigmático es Warhammer 40.000, un space opera distópico que viene a tratar de una forma bastante evidente, incluyendo incluso referencias directas, una exageración deprimente de la política de bloques de los finales de la guerra fría en la que fue escrito. Yo he participado de una forma muy activa en este ocio, entrando siempre desde la vertiente del relato de una humanidad desesperada solo puede postergar su inevitable derrota. En el momento en el que un guerrero del “emporah” cambia su perspectiva de responsabilidad y desesperación por el epicismo barato y la heroicidad continuada dejamos de hablar de una fantasía oscura y entramos en el terreno del ensalzamiento de las figuras de poder masculino y la exaltación de imágenes que, partiendo de una crítica, alcanzan el grado de parodia ahora ya nada disimulada en videojuegos y películas.

El problema es que hay muchas personas que compran este mensaje tal cual, y que incluso defienden conceptos que no son para nada parte de la idea original, sino que aparecieron con posterioridad, seguramente cuando ellos se incorporaron. Veo normal, por lo tanto, que muchas personas tengan respeto de encontrarse a los mismos nostálgicos coleccionistas de espadas de templarios, solo que se imaginan que expulsan orcos en lugar de moros. Y desde luego, bastante tengo con defender mi propia identidad como para ponerme a debatir sobre la propiedad intelectual de una millonaria compañía británica.

No pretendo yo caer en la tendencia de señalar que las cosas estaban bien cuando yo era joven: ¡eran una puta mierda! Por ejemplo, ahora la gente señala lo horribles que son las reinterpretaciones de las películas clásicas de Disney, cuando dichas versiones en su origen tampoco es que fueran ni medio buenas, y en cualquier caso son muchas veces lecturas infantilizantes de clásicos cuyo tono original pertenecía a una época en la que el miedo era un vehículo clave tanto del mensaje como de la enseñanza final.

A donde sí voy, es que tengo una visión un poco perniciosa del aficionado a las cosas a las que tengo afición. Por una parte tengo en mi imaginación al friki clásico que no escaló socialmente, y que precisamente por insistencia tiene una posición privilegiada dentro de su afición en la que reproduce el patrón de maltrato que sufrió en su juventud. Y por otra, al tipo así más machito que se ha unido ahora que ya no es motivo de vergüenza ser un frikazo y que dos o tres redpill después ya te está diciendo lo woke que es todo.

Pero ojo, que una no solo es una aficionada de la ficción. Yo también tengo un todo terreno (nada de un SUV, ¿eh?) y me encantan las actividades al aire libre y la supervivencia… ¿y sabes lo que te encuentras ahí? Sí, te lo estás viendo venir: conspiranoicos, poser, supremacistas, redpills, coleccionistas, nostálgicos… todo esto en diversas combinaciones.

A mí, honestamente, todo esto siempre me dispara las alarmas, y me hace pensar en una masculinidad que ha perdido completamente el sentido y el rumbo en el contexto de esta sociedad en la que no solamente los atributos clásicos ya no tienen utilidad, sino en el que el valor del individuo es prácticamente nulo, y las posibilidades de acceder a los sueños de éxito y validación por encima del sueldo asociado a un trabajo, están a un universo de distancia.

Pero es que para colmo la reacción, además de desorientada, me parece débil. O sea, que todos estos sujetos que predican los valores clásicos de una espada templaria o manifiestan que se han tomado la píldora roja son físicamente incapaces de correr ni dos kilómetros, dejaron el gimnasio cuando se frustraron porque se sintieron demasiado tapones para tinder, y lo más cerca de estuvieron de una pelea fue jugando al street figher o cuando se compraron una camiseta del grupo supremacista de moda. No me cuesta imaginar a estos vikingos de aliexpress, sajones de instagram y romanos de amazon viendo por vigésimo cuarta vez el club de la lucha y murmurando lo mal que está todo antes de fumarse un cigarro liado e irse a dormir.

No es que nada de esto importe gran cosa, pero desde luego me genera cierta pereza sentir que cosas que me gustan me atufen a estos conceptos. Supongo que una de las cosas buenas de mi expresión de género es realmente estar muy lejos. Si este artículo deja testimonio de mi rechazo, ya merece sus mil seiscientas y pico palabras.